Escribe: Humbert Romero verano
Corría el año 78, cuando yo aún niño presencie una agresión física de mi vecino contra su esposa. Raudo llame a la policía, quienes capturaron al agresor, lo bañaron y lo hicieron dormir aquella noche en el calabozo.
Al día siguiente llamaron a las partes y sin pedir “comisión” alguna se solucionó el problema. El ahora finado quedó advertido prometiendo que no habría una próxima oportunidad. ¿Eran otros tiempos? ¡Seguramente!
Pero otros tiempos en que se respetaba a la policía. Éste era una verdadera autoridad. Su sola presencia causaba respeto de gran parte de la población.
Ahora las cosas han cambiado, pero para mal. El nombre de Policía se ha convertido en sinónimo de corrupción, de delincuente, de temor a injusticia.
Éstos se han adueñado de las calles. Los policías son los únicos que tienen “licencia” para robar a cuanta persona honesta se le presente en el camino. “Son el estiércol de la sociedad”, me dijo una joven estudiante hace poco.
Los policías son dueños de las carreteras: buscan cualquier pretexto para pedir dinero. Eso, acá o en la china, se llama robo, asalto, etc. También son dueños de las calles y de la noche: pobre de aquel que le falte algo a su vehículo o haya olvidado sus documentos, simplemente ya fue.
Pero la cosa no queda ahí, porque hay más. Asemejando a unas aves de rapiña se roban el combustible destinado para los vehículos de patrullaje, dejando a la población al más vil desamparo en manos de sus “colegas” delincuentes comunes. Con razón pugnan por ocupar cargos logísticos en la institución más venida a menos en el Perú.
Adiciono, vende sus horas de franco a los grupos de poder económico. Pregunto: en qué horario descansan si venden sus horas libres a los bancos, tragamonedas, centros comerciales y otros. Eso si, la gran mayoría de policías tienen los carros más modernos del mercado y andan haciendo lobees al más fiel estilo de los congresistas de los últimos tiempos. Son unos verdaderos hijos de su mamá.
Es la lacra social que le hace tanto daño a la población, tan igual que el narcotráfico, terrorismo, sicariato, y otros, que hacen de las suyas en un país débil de autoridad y que día a día incrementa su ola delictiva sin que nadie diga basta.
A los altos mandos policiales parece importarles un rábano lo que pasa en el interior de su institución. Tal parece que fueran los más interesados en que las cosas sigan así a fin de seguir reinando en el país de los ciegos. Mientras los policías siguen cobrando cupos, robando gasolina, vendiendo horas de franco, los asesinatos se incrementan a diario en el país, convirtiendo a nuestra patria en el nuevo México de los tiempos del sicariato y las drogas. Mientras los uniformados que juraron defender el orden, fomentan el desorden para robar, coimear, convirtiéndose en los nuevos dueños de las calles.
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